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EL CRISTO NEGRO DE ESQUIPULAS

 

Allí donde late el corazón de América central, a 10 kilómetros de Honduras, y a 22 de la República de El Salvador, en el oriente de Guatemala, se levanta un hermoso y antiguo volcán ya apagado, con un nombre sonoro y decidor de tiempos antiguos: el Quetzaltepeque. El cerro del Quetzal, pájaro emblemático del alma guatemalteca.

Hace algo más de cuatrocientos años atrás, la población que hacía poco se había asentado a los pies de ese cerro, y que llevaba el mismo nombre, quiso tener una imagen del Crucificado, para poder venerar en ella el misterio de salvación realizado por Nuestro Señor Jesucristo. Y pidieron que se le tallara, en tamaño casi natural, un Cristo crucificado. Para poder pagar su costo, todo el pueblo realizó durante dos años un trabajo comunitario. Un terreno de la comunidad fue dedicado a la plantación de algodón y en él trabajaron todos. Con lo cosechado se pagó su costo al tallista de la capital. Y la comunidad tuvo su Cristo.

 

Andando el tiempo, ese gran crucifijo fue trasladado a la vecina ciudad de Esquipulas, donde quedaría custodiado en el santuario que es el corazón latiente de la religiosidad centroamericana. Lo que es Guadalupe, con su devoción a la Virgen morena de Juan Diego, lo es Esquipulas con su Cristo negro. Lo del color se debe a la madera en la que está tallado, y quizá también al tiempo acumulado en estos más de cuatrocientos años.

Son centenares de miles los peregrinos que acuden a besar la imagen y a abrazarse a sus pies, trayéndole sus cuitas, sus penas y su gratitud. Y estos miles se vuelven un millón y medio en la Semana Santa y en otras festividades. Son atendidos por una comunidad de monjes que día a día, celebran allí la liturgia y la Eucaristía. Y también reciben y alientan a los peregrinos de todo el mundo, pero en especial de México y América Central, escuchándolos en la Confesión de sus pecados, y bendiciéndolos en el Nombre de Cristo Crucificado, el Cristo Negro de Esquipulas.

Su imagen, unida a la de Guadalupe, viene recorriendo los caminos de nuestra Patria Grande, uniendo a nuestros pueblos que tienen una raíz americana común, una historia compartida y un destino de unidad aún por realizar. Los dos grandes amores de nuestro pueblo católico latinoamericano: La CRUZ DE CRISTO y LA MADRE DE JESÚS, han querido quedar plasmados en estas dos imágenes que recorren nuestra América de norte a sur en esta novena de años que nos permitirá entrar en el tercer milenio.

En el año 1992, durante cuatro meses, compartí allí la vida de mis hermanos monjes, y fui peregrino, junto al pueblo Maya, y a los demás promesantes que venían a encontrarse con Cristo en su misterio de salvación. Cada día, luego del canto de Laudes, me ponía a sus pies y rezaba el Rosario por nuestros pueblos, mientras comenzaba el paso incesante de los peregrinos

+ Mamerto Menapace

Monje de Los Toldos

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